El hombre que no soy
César Galicia
Tenía 9 años y estaba aterrado. La plataforma en la que me encontraba estaba apenas a 3 metros de distancia sobre la alberca, pero cuando mides un metro treinta centímetros, la percepción de tan corta altura se vuelve abrumadora: saltar a ese pozo de agua sería como saltar al vacío mismo. Los ojos de mi familia me apuntaban: mi hermana y mi madre me miraban desde la orilla; mi padre, a quien le había pedido que me acompañara para ayudarme a sentir confianza, estaba detrás de mí, con su mano en mi hombro. Después de varios minutos de contemplar el agua e imaginar la caída, temblando y con lágrimas de pánico en los ojos, decidí que no quería saltar. Pero salté. O, corrijo, me aventaron. Mi padre, con sus manos toscas y robustas, me empujó a la alberca, al tiempo de encargarse de que lo último que escuchara antes de entrar abruptamente al agua fuera un “órale cabrón, sin llorar, no seas maricón”.
Hoy, a varios años de distancia, puedo reconocer en ese simple acto (que después sería justificado por mi madre como “amor paterno”) la prueba de una profunda violencia estructural que está presente en la construcción identitaria del hombre mexicano. Crecer en este país bajo la etiqueta “hombre” es, en su esencia, un constante probarse a sí mismo: comprobar, en cada acto, que no se es niño, ni homosexual, ni mujer, sino hombre1. Con cada acción, hacemos performatividad2 de aquello que hemos construido socialmente como lo masculino, y es necesario sostenerla a lo largo de la vida para demostrarle a la propia persona y al mundo que, en efecto, se es hombre, macho, duro, hombre como sólo los verdaderos hombres saben ser.
Al no saltar de la plataforma, al no asumirme como un hombre valiente (valor masculino3) sino como temeroso (antítesis de lo masculino) y demostrar mi temor a través de las lágrimas (característica atribuida a lo femenino), no estaba cumpliendo con el performance esperado de mi género y, por lo tanto, el castigo que me correspondía, según el patriarcado a manos de mi padre, era forzarme a saltar: ejercer su poder sobre mí, aventándome al vacío en contra de mi voluntad como la única opción correctiva. Cabe mencionar que mi padre no había leído a Butler en ese entonces (no la ha leído incluso ahora), pero su percepción sobre la performatividad y masculinidad está, más bien, introyectada, normalizada: un espejo en su alma que el machismo le colocó donde permanente contempla el reflejo de aquella persona que nunca debe ser.
Esa, por supuesto, no fue ni la primera ni la última de las muchas experiencias con las que el patriarcado moldearía el hombre que hoy soy. La edad las iría marcando con su inminente paso como una serie de postales: mi mano quebrada por una pelea, una mujer acosada con piropos no solicitados en la calle, el vómito de todas las veces que me emborraché por impresionar a mis compañeros, lágrimas ahogadas, la puerta de mi casa perforada por un golpe mío el día que mi padre se fue con otra familia, abrazos que nunca me atreví a dar, la humillación de los ritos de iniciación que tuve cuando cambie de escuela en la secundaria, las novias a las que celé, más golpes, más celos, más puertas rotas… el hombre que hoy soy, como tantos en el mundo, es un hombre que creció bajo un imperativo de violencia4: violencia a su propio cuerpo y a sus emociones; violencia escalonada a sus pares, a las mujeres, a los homosexuales, a los diferentes. Violencia normalizada que está sostenida en un pilar de lo absurdo: la construcción heteronormativa de la diferenciación sexual.
No me atrevería a decir jamás, por supuesto, que esta forma de crecer es más difícil que la que supone hacerlo como mujer en un mundo machista, donde al final y a pesar de todo, el privilegiado termino siendo yo. Es decir, en comparativa a otros géneros e identidades, la de hombre heterosexual cis-género supone una violencia siempre atenuada por el privilegio y el goce de sostener una posición de poder. Sin embargo, esta violencia simbólica, la que me envuelve y la que ejerzo (que, en muchas ocasiones, no es nada simbólica), aunque maquillada, existe, y hacerla visible a mis propios ojos es uno de los primeros pasos que debo emprender para transformar la forma en que vivo la masculinidad.
Suscribir al feminismo como hombre implica, en un primer paso, precisamente eso: el reconocer que mi condición de nacimiento me coloca en una posición social favorable y que me compromete a adquirir dos responsabilidades indisolubles: la primera, un riguroso estudio sobre la forma en que la construcción del género se relaciona con la jerarquización del poder y la segunda, un permanente proceso de auto-reflexión donde cuestione mi posición frente a esa jerarquización y la postura más digna, libre y justa que pueda adoptar frente a ella.
Pinto una imagen: de nuevo soy el niño sobre la plataforma, pero esta vez, las manos que sostienen mis hombros son otras; las de los mutuos cuidados, la solidaridad, la aceptación de las emociones, el derecho al llanto, el abrazo, la posibilidad de la vulnerabilidad, el abandono al sexismo, la lucha por la inclusión, la renuncia al privilegio. Si el machismo es un veneno, la ternura es uno de sus antídotos.
El hombre que no soy está libre de machismo, de violencia, de relaciones absurdas de poder. El hombre que no soy construye relaciones sanas, cuestiona su masculinidad, llora sin sentir vergüenza y no necesita probar su valía en función de acciones violentas. El hombre que no soy decide, a diario, una nueva performatividad: una en la que con cada acto, apuesta por la equidad de los géneros, por la justicia, por la paz.
Quizás, entonces, sea hora de comenzar a pensar en cómo ser ese hombre, el hombre que no soy.
REFERENCIAS
1Varela, N., & Freire, E. (2005). Feminismo para principiantes. Barcelona: Ediciones B.
2Butler, J. (2001). El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad. México: Paidós.
3Gutiérrez Lozano, Saúl; (2006). Género y masculinidad: relaciones y prácticas culturales. Revista de Ciencias Sociales (Cr), I-II. 155-175.
4Gómez, Jorge Francisco; Duarte, Efraín; Carrillo, Carlos David; (2010). Masculinidad y hombre maltratador ¿pueden las creencias de hombres y mujeres propiciar violencia de género?. Revista de Psicología, Agosto-Diciembre, 7-30.